Conocí a Javier Egea a finales de los años setenta. La lectura de sus primeros libros, Serena luz del viento (1974) y A boca de parir (1976), me había convencido de la calidad de su formación poética, la fuerza de su lenguaje y el conocimiento íntimo de una tradición que empezaba para él en los cancioneros medievales y en Garcilaso paradesembocar en la obra de Federico García Lorca y Miguel Hernández.
Tenía, además, una mirada personal y una voz de verdadero poeta.
A boca de parir es sin duda uno de los títulos más feos de la poesía española. Javier y yo hicimos a lo largo de los años muchas bromas sobre ese disparate.
Pero debajo del título había algunos poemas decisivos para mi formación, yo tenía 17 años
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