José Hierro identifica la poesía auténtica con la que tiene ritmo, porque identifica, a su vez, al ritmo con el alma del verso.
Quienes se acercan a esta voz sienten ese ritmo, ese dinamismo, esa pulsión honda como una presencia constante.
Él creía en la concepción machadiana de la poesía como «palabra esencial en el tiempo» y utilizaba una imagen muy plástica para ilustrar tal idea: la de la hoja del árbol que se mueve al lado de otras hojas, alimentadas todas por las mismas raíces.
Consideraba dramática la época que le había tocado vivir y se veía como resonador de ese drama. En 'Guardados en la sombra' se recoge un relato suyo revelador.
Está protagonizado por un músico (claro trasunto del poeta) que expresa, mitad con entusiasmo, mitad con decepción, las metas que persigue:
«Tal vez un día logre lo que deseo: una música como de llama, y de piedra, y de mar; de fuerzas naturales desbordadas con el alma del hombre de mi tiempo alentando en ellas [.] Vuelve a mí la idea de un vasto poema sinfónico en el que se cifre todo lo esencial de la vida».
Hierro está convencido de que música y poesía son artes hermanas y de que van de la mano en muchos aspectos, y esto no ha de sorprender.
Los principios fundamentales de su poética tiende a explicarlos en términos musicales, pero cuando comprendemos hasta dónde llega su obsesión por ese campo es cuando descubrimos que lo más importante de la existencia humana también lo cifra en términos parecidos.
Pocos casos habrá en la poesía de nuestro fecundo siglo pasado en que un poeta haya explorado con tanta perfección y capacidad de sugerencia todas las formas posibles de verso: el silábico en casi todas sus variedades; el acentual, con la lección sin par del libro 'Alegría', donde nunca antes unos pies métricos habían sonado más humanos y menos retóricos; o la silva libre impar y el verso libre, que Hierro lleva a cotas de ductilidad y expresividad difícilmente igualables, sobre todo en el 'Libro de las alucinaciones' o en 'Cuaderno de Nueva York'.
Y tampoco se ha quedado sin probar el poema en prosa, sacándole registros tan pronto narrativos, como de fuerte carga irracional y surrealista.
En sus primeros libros, no se entiende la fascinación de Hierro por el paraíso de la infancia y primera juventud si no se pone en un primer plano que ante todo ese paraíso se evoca como un íntimo palpitar al unísono con la naturaleza.
La plenitud de esa época es la plenitud de celebrar un universo que penetra gozoso por los sentidos (el del oído siempre se privilegia) y que nos invita a vibrar con él.
La pérdida de la capacidad de resonancia para responder al cántico de la naturaleza, la pérdida o merma del don de la ebriedad se siente como el peor de los dramas y todo lo que anuncie el espíritu de la pesantez, de la gravedad, se juzga una trágica condena.
En el otro extremo, al final de su obra, la ciudad geométrica de Nueva York se convierte en un ámbito giratorio, rueda sin principio ni fin en la que se confunde todo lugar y todo tiempo.
La música, las corrientes fluviales del Hudson y el East River en magnífico anillo, los distintos licores, pueden esconder algunas de las llaves que propician el rito de la transfiguración.
En 'Baile a bordo' llega a hablarse del teclado del Hudson y de los tubos de órgano de los rascacielos que agrandan el espacio y suben hasta el umbral de las estrellas.
Hierro consiguió, así, encarnar la idea «del vasto poema sinfónico en el que se cifre todo lo esencial de la vida», con el que soñaba en el relato antes citado, no en vano Dionisio Cañas retrataba al poeta en la gran manzana con estas palabras:
«Siempre que salíamos juntos, yo me daba cuenta de que él entraba en largos ratos de silencio, parecía como si estuviera tomándole el pulso a la ciudad.
Una vez yo le pregunté que en qué estaba pensando y él me respondió que estaba oyendo la música de la ciudad».
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