Mientras fracasaba como vendedor de aceitunas griegas y cebollitas en vinagre, el poeta Luis Carlos López estaba recostado a la puerta de su tienda de enlatados ultramarinos, escaso de clientela, arrullado por la modorra del mediodía, en el centro colonial de Cartagena de Indias, cuando vio pasar por la acera del frente al legendario presbítero que prestaba indulgencias plenarias al veinte por ciento mensual, canijo, con su cuello de ganso y leyendo un misal.
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